sábado, 16 de julio de 2022

[Cuento] Cuando conocí a Margot

 


 Por supuesto que conocí a Margot. Fue alguien esencial en la memoria de Chile. En mi memoria también.

Guardo con mucho cariño esos años en Linares. Yo era una mocosa. El aroma de las uvas flotaba en mi jardín, como ánimas habitando las parras. El canto de los gorriones ambientaba el exterior. Y adentro resonaba el ruido inquieto de una multitud. Aplausos, chiflidos, guitarras. Mi padre me tenía prohibido entrar, así que me resignaba a pasar largas y tediosas horas sentada afuera del recinto, jugando con una vieja guitarra; la última posesión de mi madre antes de morir. En realidad, solo intentaba imitar a los adultos que si sabían tocar. Mientras que todos ellos se divertían allá adentro.

A cada rato se acercaba mi hermano mayor, con el único fin de molestarme. Se reía de mí por querer aprender a tocar cueca. Siempre me lo decía; “La cueca es para huasos tontos”. En cambio, él prefería arrastrarse por el patio con sus soldaditos de juguete. Usaba una ramita como metralleta y hacía como que me disparaba. Era el orgullo de su padre.

Justo andaba en eso, cuando la puerta del recinto se abrió de manera abrupta. Mi padre salió arrastrando un hombre, tomándolo de su poncho. Papá tenía unos imponentes ojos azules, siempre vestía una camisa blanca, y un corbatín amarillo. A pesar de ser el dueño de una casa de canto, era una persona muy estirada. Él odiaba ese lugar, pero lo conservaba por puro orgullo y soberbia. Ya nos lo había dicho en más de una ocasión; “Esto es un infierno, pero hasta el infierno debe tener orden, y yo se lo traeré”.

Empujó al hombre hacia el barro. << ¡Ni se te ocurra regresar!>>, le advirtió, y luego volvió a entrar al recinto. El borracho abandonó el lugar entre cojeadas lastimosas, hasta perderse tras los matorrales. Ahí fue cuando me percaté de que la puerta se le había quedado abierta. La música se escuchaba con claridad. Una voz femenina resonaba como un eco angelical. No pude evitarlo, tenía que asomarme, esa podía ser mi única oportunidad. Dejé la guitarra a un lado, y por primera vez en mi vida, entré a la casa de canto.

Había tanta gente, y yo era tan pequeña, que me sentía como atravesando una selva de piernas gigantes. Mi corazón palpitaba emocionado. Las mesas, las sillas, y el público aglutinado obstaculizaban mis pasos. Pero la música se escuchaba a la perfección. Una voz que cantaba acerca de una guitarra de plata, unos instrumentos que la acompañaban, y unos zapateos retumbando en el suelo. Me abrí paso entre la gente. Atravesé una humareda de tabaco y un charco de aguardiente. Frente al escenario, varias parejas bailaban cueca, con sonrisas sólidas en sus rostros. Todos aplaudían y ni se percataban de que yo estaba ahí.

Sentí como la canción entraba por mis oídos y me atravesaba el corazón. Cerré los ojos, y me enamoré por primera vez. Esa mujer ya era objeto de mi admiración, a pesar de no me sabía ni su nombre. Monté una silla para poder verle el rostro con claridad; Recuerdo que un moño florido sujetaba su cabello. Sus dedos hábiles estaban posicionados en las cuerdas de la guitarra. En cada nota reflejaba una concentración plena. En sus ojos tenía una expresión alegre y pasional, acorde a su voz energética.

Entonces sentí una presencia a mis espaldas; mi padre me bajó de la silla de un puro tirón en la muñeca. Estuve por más de media hora castigada, apoyando mi frente contra el rincón de la pared.

Desde aquel instante, mi corazón estuvo encaminado a reencontrarse con esa canción. Pasé toda mi adolescencia investigando en solitario, hasta que un día logré dar con su nombre: “Margot Loyola”. Mi padre jamás me lo quiso decir, pues le horrorizaba la idea de que yo me convirtiese en cantora, y peor aún; en cantora de cueca. Y me costó reunir el coraje para hacerlo; por primera vez iba a desobedecer a ese hombre.

Recuerdo que era de noche, afuera estaba helado y el corazón me latía como un tambor en carnaval. Me arrastré por la oscuridad silenciosa del pasillo, con mi mochila al hombro, y sosteniendo la guitarra de mi madre. Andaba de puntillas, para no hacer algún ruido que agitara el ambiente.  A través de la puerta entreabierta del cuarto, pude ver como mi padre roncaba plácidamente, con dos botellas vacías a los pies de su cama. Un poco más adelante estaba mi hermano, igual de inerte.

Atravesé la salida, con la dualidad de sentirme victoriosa y horrorizada. Fue así, como en la noche de mi cumpleaños número dieciséis, abandoné mi casa, y me lancé a los caminos bríos de la noche.

Era joven. Podía pecar de impulsiva, pero jamás de ingenua. Ya me había hecho una idea de lo dura que se iba a poner mi vida. Creí estar preparada para lo peor. Aun así, el camino fue más arduo que en mis expectativas; un camino de frío, de hambre, de miedo a todo y a todos. Especialmente en esas noches donde caminaba sola, buscando refugio. Recibiendo miradas de esos hombres con hedor a alcohol, que salían a la calle apenas cerraban las casas de canto.

Pero no todo fue tan malo. Gané algunas monedas cantando y tocando guitarra. Disponiendo solo de lo que yo misma había aprendido –jamás tuve un tutor-.

Conservo el recuerdo de un día frío. Estaba más hambrienta y cansada que en otros días. Apenas tenía energías para seguir caminando, andaba descalza y con la misma ropa de siempre –una blusa roja y mi falda blanca-, que ya empezaban a desgastarse en hilachas lastimeras. Un pensamiento me picoteaba la cabeza como un gorrión molestoso: “hasta acá nomás llegué”.

Arrastraba mis pies por el suelo polvoriento de un bosquecillo. Asumí que en varios metros a la redonda, no me iba a encontrar con ningún campesino, leñador, o mapuche que me socorriese. Estaba perdida.

En eso, pude notar el inconfundible sonido de una guitarra, resonando detrás de varios robles. No se parecía a ninguna cueca o tonada que haya escuchado antes. Más bien, era como si el guitarrista solo estuviese afinando las cuerdas. Con el estado de aturdimiento y desesperación en el que me encontraba, intenté buscar la fuente del sonido. Avancé con timidez, tropezando con cada raíz que se me cruzaba en el camino.

Por fin, a través de unas ramas entrelazadas, con los rayos del sol filtrándose en mi cara, pude vislumbrarlo. Un joven moreno, de 15 a 20 años, estaba sentado en el tronco de un roble caído. Y sobre su regazo cubierto por un poncho largo, sostenía una hermosa guitarra de plata. Su soledad y concentración plena en el instrumento eran un abrupto quiebre en el paisaje del bosque. La timidez me tenía agarrada del cuello. Dejé a un lado mi urgente necesidad de auxilio, y decidí permanecer ahí, asomada, esperando a ver si es que ese joven decidía ponerse de pie y largarse, o si finalmente se animaba a tocar algo. Ninguna de esas dos cosas sucedió. El muchacho detuvo su tarea, y giró el torso apuntando hacia donde estaba yo. El rubor me ardió en la cara y entré en pánico. ¿Notó que yo estaba ahí? ¿Cómo era posible, si ni hice ruido? De inmediato quise escapar, pero fui interrumpida:

-Oye, niña. Puedes acercarte si quieres.

Me quedé helada. Intenté barrer mis preocupaciones, y con un leve temblor en mis piernas me acerqué hacia el guitarrista. Solo cuando estuvimos frente a frente, el joven decidió posicionar sus largos y callosos dedos en la guitarra de plata –pude verificar que era plata auténtica-, y empezó a tocar. Al instante, esos sonidos que surgieron de las cuerdas despertaron mi recuerdo predilecto. Sensaciones enterradas salieron a flote. Era la misma canción que me empujó a realizar este viaje cuando tenía ocho años. La misma que había escuchado en la casa de canto, siendo interpretada por esa maravillosa mujer. Me mantuve en silencio, y esperé pacientemente hasta que el joven finalizara.

Apenas acabó, le pregunté de forma impulsiva si es que conocía a Margot. Él, nada alterado por mi pregunta, me respondió que sí. “Claro que la conozco”. Con una mezcla del delirio y la emoción del momento, pregunté si es que sabía de su paradero. Era improbable que fuese así, pero de forma inesperada me respondió:

-Te lo diré, si es que tocas algo con tu guitarra.

Entonces recién me di cuenta de que yo, en contraste, estaba sosteniendo una vieja guitarra de madera, astillosa, y con un inexplicable musgo que empezaba a brotar de ella. Acepté con gusto, y toqué de todo mi repertorio. El canto de los chirigües en el cielo acompañaba mi pobre sonido. El joven se mantuvo serio durante todo el tiempo, como si estuviera analizando cada nota.  Por más de media hora continué, hasta que detuve mis yemas adoloridas. Entonces, él se levantó.

-Valparaíso –fue lo único que dijo, y sin razón alguna, estiró su brazo y me entregó su hermosa guitarra.

Yo la recibí con un extraño impulso, y sin cuestionarme más a fondo. Me la quedé observando por un rato, con los ojos brillosos, embobada por la belleza de sus terminaciones. Cuando despabilé pude alzar la vista para agradecerle. Pero el joven ya no estaba ahí. Se había esfumado. Lo juro, era como si se hubiese disuelto en polvo.

Me puse de pie, sosteniendo mi nueva guitarra. A lo lejos pude ver una explanada, donde terminaba el bosque y empezaba una especie de sendero. Mi verdadero viaje había empezado en ese instante.

A veces era ayudada por carreteros honestos, y otras veces, pasaba como polizón en barcos pesqueros. Recuerdo cuando llegué a Pencahue, Curepto, ¡Cuando por primera vez pisé una ciudad! Conocí distintos paisajes, distinta gente, y los bailes... La danza del norte, como el vaivén del fuego. Los zapateos del centro, como terremotos, la tierra en estado de éxtasis. Los movimientos indudablemente acuáticos del sur... Además de descubrir lugares realmente hermosos, aprendí que esta tierra es más que el simple perímetro donde me tocó nacer. No hay lugar a dudas; esta tierra respira, piensa, vive. Y nuestra música es solo una extensión de ella. Descubrí todo esto gracias a ella.  

Un día logré encontrarla. La parte más difícil fue acercarme a hablar con ella. Después de todo, mi sueño siempre había sido tocar al lado de Margot. Y se cumplió. Claro que se cumplió.

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