viernes, 8 de mayo de 2020

La “Hiper-domicialidad” en cuarentena: Contrastes del pasado, creatividad y experiencia individual


Es correcto asumir que estamos atravesando tiempos agitados. La intromisión del Coronavirus ha vuelto a enseñarnos a nosotros -testarudos monos con ropa- la fragilidad que representa estar vivos. No es como si esto fuese algo extraño para nuestra especie, considerando que los tiempos de relativa paz han sido, a lo sumo, unos paréntesis en nuestra historia. Pero la particularidad de esta experiencia, es que tiene el precedente casi paradójico de que su “agitación” tiene origen en una abrumadora quietud; una forzosa ralentización en el engranaje social. Todo esto en pos de acatar al llamado de ser responsables y “quedarse en casa”, como ordena aquel eslogan plasmado en cada transmisión televisiva. Ahí se puede apreciar otra particularidad; a diferencia de las pandemias de siglos pasados, esta le tocó aparecer en la “época de la instantaneidad”, con una sociedad fuertemente movida por las frases simples, los hashtags, los encabezados. Los repiten como un mantra sagrado para recordarnos que, en esta ocasión, depende exclusivamente de nosotros.

Expertos en diferentes materias piensan que esta naciente cultura de la cuarentena, esta hiper-domicialidad, generará cambios en nuestra experiencia social. Otros opinan que no, ya que son procesos demasiado paulatinos como para generarse en un periodo de tiempo tan acotado. Pero es importante señalar que, aunque algunos laboratorios preveen una vacuna para finales del 2020, esta no es una certeza científica. Sería irresponsable cerrarse a la posibilidad de que esto pueda durar varios años, como pasó con La peste negra (1342 – 1353) o que actúe como una seguidilla de brotes pandémicos, como el Cólera (1817, 1829, 1852). Claro, contamos con conocimiento y tecnología médica infinitamente superiores a aquellos tiempos, en donde hasta el lavado de manos era visto con escepticismo. Pero las posibilidades inesperadas existen, y actúan como una molesta mancha negra en los horizontes de nuestro conocimiento. Si ese fuera el caso, ¿de qué forma podremos sobrellevar esto sin caer en el tedio esencial? ¿Cómo mutará la experiencia colectiva? ¿Podrá sobrevivir la poesía? -esta última pregunta puede parecer risible, incluso indignante, para la creciente tendencia de pragmatismo cínico-.

La humanidad cuenta con un gran abanico de puntos de vista. Cada experiencia es un universo, y una vez que esto acabe, cada individuo rescatará cosas distintas. Debido a esto es que se hace tan complicado analizarlo todo como una experiencia homogénea, ignorando nuestra naturaleza diversa. Es inefectivo hacerlo así, especialmente cuando se está hablando de “experiencias domiciliarias”. Por ejemplo, en las noticias se puede apreciar cómo han aumentado las llamadas por casos de violencia doméstica en ciertas comunas. A la vez, podemos notar cómo ha aumentado el flujo de contenido en redes sociales de gente compartiendo fotos, mostrando cómo se las arreglan para pasar el rato en su encierro. Otros, quejándose y mirando con nostalgia el exterior cada fin de semana en los que acostumbraban salir a festejar. Algunos han retomado lecturas y han aprovechado de pasar tiempo con sus familias. Otros ni siquiera pueden costearse un buen acceso a internet, y se sienten prisioneros en su hogar roto, con una familia tóxica y maltratadora. Varios han entrado en una psicósis estilo Britney Spears; esa que te lleva a raparte el pelo -o a teñírtelo de un color horrible en los casos menos radicales-. Entra en juego la economía, la constitución del hogar, y las personalidades de los individuos, especialmente con sus dos mayores arquetipos: los introvertidos y los extrovertidos.

El pintor impresionista noruego, Edvard Munch, era introvertido y agorafóbico. Pintó una gran cantidad de cuadros en medio de su claustro, mientras transcurría una pandemia de importantes dimensiones: “La gripe española”. Lo mismo con Egon Schiele, que en el cuadro “La Familia” retrató a su esposa fallecida por el virus y al hijo que nunca llegaría a tener. A pesar del dolor que debieron experimentar en ese momento, debió ser cómodo para ellos refugiarse en las limitaciones de su hogar. Lograron exprimir su creatividad y plantar los brotes del arte en las circunstancias adversas. En la actualidad, varias almas introvertidas pueden identificarse con ellos.

Una vez que esto acabe, las personalidades hurañas explotarán las posibilidades que le ofrece el confort de sus claustros, pero se debilitará aún más su sociabilidad. Los extrovertidos regresarán con un alivio frenético a los espacios sociales. 

También está la posibilidad de que esto signifique un proceso traumático para la sociedad, y le heredemos a las generaciones venideras una “agorafobia auto-infringida”. Tal vez seamos más cautelosos, pero se debilitará nuestra dimensión aventurera, y nuestra experiencia humana quede mutilada, transformándonos en una suerte de “erizos de acero”.

Pero lo que es seguro, es que a nivel institucional y salubre nos fortaleceremos. Siguiendo la tendencia en donde las situaciones antagónicas son las que permiten nuestra evolución –como lo planteó Darwin en un momento-.

Podemos esperar a que de esto salgan cosas tan buenas como un cuadro de Munch o de Schiele, naciendo del polvo de las calles que alguna vez estuvieron desérticas. Y que de esta forma, sean admiradas por las generaciones venideras con el irremediable orgullo de nuestra humanidad, mientras recordamos esa ocasión –una de tantas otras— en donde logramos salvarnos al final.