martes, 19 de octubre de 2021

[Divagación] Las cabezas derribadas de la Plaza de Armas de Talca

 

Durante la revuelta/estallido a.k.a crisis y/o revolución de octubre del 2019, uno de los lugares más afectados por los disturbios dentro de este fundo de asfalto llamado Talca, fue la plaza de armas. La peor suerte se la llevaron las estatuas….

Sí, dentro de todas las temáticas posibles que puedo tratar en un aniversario de la revuelta, voy a escribir sobre estatuas. Primero, porque siento que este basurero digital es quizás el único espacio adecuado para hacerlo, segundo, porque ya expiaré este pecado escribiendo sobre humanos derribados en el próximo aniversario que venga, tercero, porque el alma en pena de una de esas estatuas se me presentó en un sueño; no soy muy supersticioso, pero admito que tengo algo de miedo de despertar a la mañana siguiente convertido en un busto de Bernardo O’Higgins.

En fin, como te decía, las personas que derribaron estas tristes criaturas de mármol parecieron ser sumamente selectivos. Mutilaron a dos soldados de apariencia medieval europea, y además derribaron a un cardenal que nunca me cayó muy bien cuando lo veía mientras paseaba por el centro. Pero dejaron intacta, y ojo con esto, INTACTA a una estatua que representa a Deméter, la diosa madre de la agricultura y el ciclo renovador de la vida y la muerte. Asesinaron a los soldados que con espada y escudo protegían la perdurabilidad de la plaza de “ARMAS”, y en cambio, protegieron a la fuerza femenina que reemplaza inviernos por primaveras.

Quería comentarte que esas estatuas eran mis amigos. Uno de los recuerdos más antiguos que tengo sobre ellas era mientras paseaba en la plaza junto a mi mamá y mi papá, cuando era un niño -cuando aún no se divorciaban-. Pasaba al lado de ellos manejando uno de esos autitos a pedales, e imaginaba una historia para cada escultura. Con cada paseo ocasional, de 30 minutos una vez al mes, fui formando una especie de lore en mi cabeza de cabro chico solitario, que hasta el día de hoy jamás ha podido disfrutar tanto la vida real como su propia fantasía.

Pasando a mi adolescencia, a esas estatuas les hice dibujos, les he sacado fotos, he escrito microcuentos relatando sus biografías imaginarias. Hasta que llegó el 18 de octubre y fueron derribadas, junto a otro puñado de cosas ni tan macizas ni tan concretas.

Fue como la muerte de una infancia aletargada. Fue la realización de que en mi pequeña ciudad vivían más personas además que yo, que no compartían mis mismas apreciaciones sobre esas figuras, ni mi hermético diccionario de símbolos mentales, y que, además, tenían el poder de modificar permanentemente las imágenes que me acompañaron toda la vida.

Fueron tiempos de inmenso dolor para muchas personas, proyectado en el regadío sangriento de 460 mutilaciones oculares. Ante las preocupaciones por el daño material en las calles, un argumento común que veía a través de las redes sociales era el de “cómo te puede preocupar más un poste/semáforo/estatua que la vida de una persona”. Por eso me sentí doblemente insensible, apático, estúpido, cuando me dio tristeza ver por primera vez a uno de esos caballeros decapitados. No era que me importaran más que una vida humana, aún no llego a ese nivel de misantropía, pero afectaba a una dimensión distinta; era la metonimia que yo formaba en esas esculturas.

Pero al parecer el martirio de aquellos solados y de aquel cardenal fue un gran aliado para desvalorizar y desincentivar las marchas. La desaparición de esas esculturas que habían sobrevivido a la revolución de 1891 y al terremoto del 2010, fueron decidores para los ciudadanos que gustan de espacios públicos bonitos.

La cucaracha invisible del estado siempre sale ganando: primero racionalizaron el uso de la fuerza mediante el miedo provocado por los disturbios -ejemplificado en la imagen misma de las decapitaciones yihadistas hacia estos pobres caballeros españoles-. Luego volvieron a racionalizar la violencia con la pandemia, sumándole al miedo el uso de la necesidad.

Mi visión sobre la revuelta ha cambiado mucho desde aquel entonces, así como mi visión de la sociedad, de la política, y de la vida en general. Hoy me acabo de enterar que esas estatuas fueron traídas a la ciudad como un botín del saqueo a Perú durante la Guerra del Pacífico. No voy a mentir, eso cambia algo mis historias sobre los soldados de mármol, que aún rondan dentro mío como fantasmas en pena; ahora me doy cuenta de que eran prisioneros de guerra.

Deméter sigue igual, susurrándome a modo de consuelo que algún día, no solo las estatuas, sino que todos los monumentos, todos los edificios, todas las gasolineras, caerán.

En fin, creo que lo que quiero decir con este texto, es que, si mañana aparezco en la plaza convertido en un busto de O’Higgins, por favor no tengan piedad y derríbenme. No es un llamado al desorden público, es una petición suicida.

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