lunes, 12 de diciembre de 2016

Cuento: "El niño oruga"

AVISO: Este relato contiene modismos naturales de Chile



Como todas las tardes al salir de su colegio, Pablo González iba caminando a su casa, y así como todos los días, avanzaba atentamente con la mirada hacia el pastoso suelo del parque en busca de una nueva oruga para su colección, de ahí su apodo de “niño oruga” que terminó siendo incluso más conocido que su nombre original para sus amigos del barrio. Pues era tan descomunal su devoción por las orugas que tenía a más de treinta viviendo en la cajita de zapatos que él bautizó como “la ciudad oruga”, una verdadera sociedad liliputiense de la cual obviamente él era el alcalde. Sin embargo ese día no tuvo mucha suerte, así que decidió que era mejor acelerar el paso para evitar otro reproche de su madre, o en caso peor, de su padre. 
Pablo estaba consiente que no era para nada una buena señal cuando olía el aroma proveniente de las bolsas de aquellos extraños hombres que ocasionalmente veía cuando pasaba cerca del terminal de buses, pero sin duda era mucho más extraño para él cuando inhalaban tan eufóricamente esas bolsas plásticas y el porqué de la expresión tan triste en sus ojos.
Ya apunto de llegar a su destino, aprovechó de saludar a “la tía yani”, la dueña del almacén de su barrio, la única persona adulta a la cual realmente quería, pues sus experiencias con la gente mayor nunca fueron del todo buenas. Finalmente llegó a la entrada de su casa, antes se agachó para volver a pegarse el gastado velcro de sus pequeños zapatos, y entonces tímidamente golpeó la puerta, rezándole a dios para que su padre no se encontrase dentro.
Sus plegarias no fueron escuchadas.
-¡Pablo no hagai ruido, vamos a la pieza! –le susurró su hermana mayor agarrándolo de la muñeca.
Desde el otro lado de la habitación se podían oír las fuertes groserías que el padre le gritaba a su mujer, pues como era usual, llegaba borracho otra vez a casa. Los hermanos estaban por llegar al dormitorio de Pablo, pero no lo lograron, pues los interrumpió el estruendo de la puerta de la habitación de los padres abriéndose.
-¡Quien mierda entró a mi casa! –vociferó el hombre emanando fuerte pestilencia a alcohol.
Tras él iba la madre de Pablo sollozando con los ojos vidriosos y un evidente moretón en el ojo izquierdo.
¿Cuánta humillación podrá soportar el alma de un niño? La de Pablo parece ser inquebrantable. Como un conejo viviendo entre depredadores, bestias sin alma que no se satisfacen hasta devorarlo por completo, sin dejar rastro alguno, una madre inmersa en la demencia y un padre maltratador.
Cuando el padre terminó de descargar su ira sobre él, Pablo fue a su recamara, una oscura habitación cuyas paredes con pintura gastada eran decoradas con dibujos hechos con crayones.
El niño oruga pensó que tal vez contemplar su pequeño imperio le subiría el ánimo, y fue una terrible sorpresa para él cuándo se encontró con una caja completamente vacía. Instantáneamente se dio un manotazo en la frente al recordar que dejó la tapa abierta en la mañana, así que solamente quedaron unos vestigios de lo que sus orugas cenaron anoche; pedacitos de hoja y pasto.
Además se percató de la ventana entreabierta que dejaba pasar la fría brisa del anochecer, apoyó ambos codos en el alfeizar y observó nostálgicamente el exterior, planteándose la posibilidad de que sus orugas se habrían fugado por la ventana y ahora podrían estar en cualquier recóndito lugar de Talca, talvez hayan logrado cruzar el Río Claro o hayan comenzado una nueva vida en el campo. Sus ojos se humedecieron y el nudo en su garganta casi no lo dejaba respirar. Entonces, por el rabillo del ojo, vio un pequeño bulto de color verde colgando de la lámpara de su escritorio. Se acercó al aparato para poder verlo más detenidamente, a simple vista parecía una especie de hoja inflada, pero entonces comprendió de que se trataba, una de sus orugas había decidido quedarse con él para convertirse en mariposa. El pequeño niño no pudo evitar dar un brinco de emoción, y le prometió a Dios que cuidaría de ese capullo como si de su vida se tratase.
Ya pasada una semana, la crisálida aún seguía con su radiante color verde que inspiraba vida y pureza, parecía una flor apunto de emerger.
Después de haberse pasado cada clase dibujando en su pupitre lo que él imaginaba como que sería el aspecto de su nueva amiga mariposa, sonó el timbre que indicaba la salida de los estudiantes, así que como cualquier otro día agarró su mochila y caminó rumbo a casa. Pasaba por el típico parque de su ruta diaria, cuando de pronto sintió algo asestando contra su nuca, bajó la mirada y vio la piedrita que le habían lanzado, entonces giró y se dio cuenta de la presencia de Boris y Alexis, los dos niños más problemáticos de quinto básico, se reían, divertidos por la cara de incredulidad de Pablo, risa que abruptamente se interrumpió cuando Pablo les lanzó la piedrita de vuelta, acertándole en la cabeza a uno de los niños.
-Ahora sí que cagaste –le dijo Alexis, mientras se acercaba con una sonrisa que servía como premonición de lo que le esperaba a Pablo.
No satisfechos con golpearlo en el estómago y lanzarlo al suelo, le quitaron la mochila y empezaron a patearla hasta dejarla inservible. Cuando al fin se largaron, riéndose de la desgracia ajena, Pablo se puso de pie sacudiéndose la tierra de los pantalones, y recogió lo que quedaba de su mochila junto con sus destruidos cuadernos repartidos por todo el pasto. Solo lo observaba una anciana sentada en un banquillo, que movía su cabeza de lado a lado en gesto de desaprobación, preocupada por “la juventud de estos días”.
Había caminado tres cuadras, las primeras lágrimas ya empezaban a recorrer sus mejillas amoratadas y sucias de tierra, lágrimas que rápidamente se secaron antes de romper en llanto.
Sin siquiera alcanzar a tocar la puerta de su casa, su padre abrió y lo atrajo a él, agarrándolo bruscamente del brazo.
-¡Donde estabas! –le gritó el padre de manera casi ininteligible.
-Yo... unos niños...
La bofetada que le propinó el hombre a su propio hijo resonó por toda la casa.
El niño caminó a su habitación con la mirada pegada al suelo, arrastrando los pies, y con los ojos inyectados en sangre, parecía un muerto en vida, y en efecto, él se sentía algo así. Se detuvo justo en frente de su escritorio, levantó la vista y por unos minutos se quedó viendo en completo silencio la crisálida que colgaba de su lámpara, el sepulcral ambiente de silencio desapareció cuando Pablo rompió en llanto y se dejó caer rendido al suelo, como si fuera una olla a presión que acababa de eclosionar, por fin rendido de pretender tener un espíritu inquebrantable, después de tanto permitió darse el placer de hacer algo propio de alguien de su edad, algo indispensable que todo niño debe hacer... Llorar.
-¿Por qué?..-susurraba con voz quebrada, con ojos tan secos que se le hacía doloroso cada lágrima que expulsaba-. ¿Por qué tuve que nacer? nunca quise nacer, en la casa me odian... en el colegio me odian... Jesús me odia –de improviso se levantó con euforia, como si otra parte de él, llena de ira, se apoderara de su mente- ¡Tú también me odias mariposa! ¡Por qué no sales de ahí! Eres un bicho inútil, ¡inútil!
Soltó un largo e involuntario suspiro, ya estando más tranquilo se refregó los ojos, costándole enfocar por lo irritados que estaban. Entonces miró por la ventana y se le ocurrió lo que sería probablemente la mejor idea de su vida. Tomó cuidadosamente la lámpara de su escritorio, y en gesto de reconciliación besó su cúpula con cuidado de no tocar a la futura mariposa. Abrió la ventana intentando hacer el menor ruido posible y atravesó su umbral, dando el primer paso de su viaje hacia algún lugar, un lugar donde ambos podrían ser felices, donde nadie los odiase.
A medio camino empezó a sentir el incontrolable remordimiento, pero sabía que las cosas se pondrían mucho peor si volviese a casa y descubrieran que se había intentado escapar, así que caminó hasta el almacén de “la tía yani”, un humilde local que era fácilmente reconocible por el hermoso mural callejero pintado en una de sus paredes que mostraba la bandera chilena plasmada en el puño alzado de una niña. Al momento de llegar, notó que la dueña del negocio estaba ocupada, así que esperó pacientemente a que terminase de conversar con su cliente. Cuando la mujer se percató de la presencia del niño extrañada se acercó a él.
-¿No deberías estar en tu casa? ¿Qué haces con esa lámpara? –le preguntó con su dulce tono de voz.
Pablo le contó todo lo sucedido, su relato conmovió tanto a la joven mujer que ella le dijo que no se preocupara, que esperase dentro de su casa (la cual estaba conectada con el local) mientras ella marcaba algún número en su teléfono para llamar a alguien, sin siquiera terminar de ingresar los últimos dígitos, se sobresaltó por un gruñido proveniente de la entrada.
-¡Donde está mi hijo! Sé que lo tení voh, ¡te voy a llevar a los pacos!
La mujer intentaba calmarlo disimulando sutilmente su temor.
El corazón del niño aceleró violentamente cuando escuchó la voz de su padre, de forma agitada miró por todas direcciones hasta ver la puerta trasera del almacén, discretamente tomó la lámpara y se dirigió hasta la salida.
-¡Con que aquí estabai mocoso! –exclamó el padre al descubrir a su hijo tras la puerta entreabierta que daba a la casa de la dueña.
La mujer intentó detenerlo en vano, pero el hombre rápidamente se la quitó de encima y con una agilidad impresionante saltó el mostrador y cruzó el umbral de la puerta en captura de su hijo. Como si de su vida se tratase (y probablemente así era) el niño corría lo más rápido que podía protegiendo la lámpara bajo su camisa, aun sabiendo que sin duda su padre lo superaba en velocidad. La situación atraía algunas miradas curiosas de la gente que deambulaba por la calle, y es que la persecución estaba por dar hasta el terminal de buses, a esas alturas las jóvenes piernas de Pablo estaban agotadas, mientras el padre ya se sentía ganador pues estaba tan cerca del niño que con un solo movimiento podía agarrarlo del cuello y capturarlo, pero como si el destino le hubiera jugado una justiciera broma, este tropezó torpemente con un desnivel de la acera cayendo de cara al suelo, el joven tomó ventaja estando ya en su límite y se fondeó entre el congestionado gentío que cruzaba un paso peatonal de la calle “Trece Oriente”. Cuando el hombre se levantó del suelo, los semáforos ya habían cambiado a verde dando paso a el avance de los automóviles. Habiendo perdido completamente de vista a su hijo, retrocedió no sin antes soltar un gruñido de frustración.
Pablo se escondió en uno de los baños del terminal de buses, apretaba fuertemente su lámpara contra su pecho, con el temor de que su padre apareciera tras la puerta y lo atrapara, pasaron algunos minutos para que se hubiera decidido por salir.
Mientras caminaba por las calles todos parecían ignorarlo, era un niño caminando entre siluetas andantes que iban de un lado a otro, demasiado preocupadas de sí mismas para fijarse en un niño y su lámpara.
Al cabo de 20 minutos ya había llegado hasta la Avenida 2 sur, a una cuadra de la plaza de armas, el famoso “barrio de los completos”. De cuando en cuando le echaba un vistazo a la crisálida mientras avanzaba, por si de repente emergía algo de ella. Era evidente que debía encontrar un lugar donde dormir, pues estaba a punto de anochecer.
Terminó en un desolado terreno baldío que limitaba a una pequeña población con la ladera del verde cerro de La Virgen. Con facilidad ingresó por debajo de la cerca de ese lugar y previó pasar la noche ahí, temía que bajo el frondoso pasto que le llegaba hasta el hombro, hubiese una serpiente u otro bicho que lo mordiera.
Se arrojó en la cálida hierba abrazando su lámpara en posición fetal, dispuesto a volverse uno con la tierra y el pasto, antes de quedarse dormido soltó una última lágrima que brilló con el ardiente sol.
Un leve cosquilleo en su espalda que decidió ignorar, estaba demasiado cansado.
Un segundo cosquilleo, este le forzó abrir los ojos. Sentía su cuerpo ligero, ridículamente ligero, le costaba enfocar la vista, con algo de esfuerzo pudo percatarse de la crisálida que estaba completamente abierta. Sintió otro cosquilleo, mucho más leve, esta vez en la palma de su mano, una hermosa mariposa de color azul posaba sobre ella, era la mariposa más bella que Pablo había visto en su vida, lo mejor es que esa era el resultado de su larga espera, esa era su mariposa, estaba tan feliz, sin embargo tal era su cansancio que apenas podía sonreír. La pequeña azulada se paseó tranquilamente hasta la nariz del niño y desde ahí despegó, agitando elegantemente sus radiantes alas.
El niño de inmediato captó la invitación que le hacía su amiga, así que con todo su esfuerzo se levantó del pasto y abrió sus magníficas alas.
Antes de partir, las agitó un par de veces un poquito inseguro, lo hacía de maravilla para ser su primera vez. Entonces llenó sus pulmones de aire y con total tranquilidad sus pies se despegaron de la tierra, elevándose hasta la altura de las nubes más altas.
Logró alcanzar a la juguetona mariposa azul y ambos revolotearon alegremente por los cielos. Pablo estaba maravillado viendo como la ciudad se veía tan pequeña desde esa altura.

El apacible viento soplando contra su rostro, la libertad que sentía al agitar sus alas, nunca había estado más contento en su vida. Nadie podía molestarlos, ya nadie los odiaría, solo eran ellos dos volando por los cielos.



Nota: Tanto el relato como el dibujo adjunto tienen derechos de autor y ya han sido registrados en http://www.copyrighted.com/    Prohibida su difusión sin el permiso del autor

2 comentarios: