El hombre, por naturaleza, necesita
de la comunicación y ayuda de los demás. Aunque a muchos les incomode
admitirlo; exigimos un líder que nos guíe, y nos sometemos bajo el yugo de un
sistema. Claro que existen casos aislados; individuos que están satisfechos
nada más que con su propia compañía, pero deben bajar la mirada ante la
abismante sociedad que nosotros mismos hemos construido.
Nosotros creamos las constituciones,
las leyes y la economía. Los castigos para quienes ponen en riesgo nuestro
sistema, y los premios para quienes aportan en ésta. Lo que es comúnmente
conocido como “el ejercer ciudadano” varía según la percepción de cada país, de
cada civilización. Ahora nos parece algo abismante las diferencias culturales
que pueden existir entre nuestra nación y una muy alejada, pongamos a la
justicia como ejemplo: ¿Un juez occidental vería el Sharia -o ley islámica- como algo justo, donde a un ladrón se le
corta la mano y se le castiga a un homosexual?, es algo muy improbable. Pero en
algún momento de nuestra evolución, debió existir el punto muerto en donde las
leyes y responsabilidades abandonaron su subjetividad y se transformaron en
algo universal.
Ahí es cuando las teorías de la
evolución socio-cultural entran en el juego. El libro “Una herencia incómoda”
de Nicholas Wade toca muy bien este tema. Afirma que: “La sociabilidad también está grabada en nuestros circuitos neurales
(...) Entre estos se cuenta una tendencia a seguir las normas y un impulso a
castigar a los demás cuando no las hacen...”
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