miércoles, 31 de mayo de 2023

Antropología de buses

 Buses Talca Paris y Londres

Andar en bus es estar en un limbo de tres horas y media. Los pensamientos quedan con una textura empalagosa de leche condensada. Lo bueno es que hay experiencia. Nunca es mala la experiencia. 

Tras incontables viajes de ida y vuelta entre findes, me recibí como antropólogo experto en buses; atómica área de especialización cuyos bordes teóricos van desde el baño, al ladito de la entrada, hasta el último asiento, que me pertenece. 

No pienso compartir demasiados conocimientos. Aun así les pongo un ejemplo: 

En un viaje de Santiago a Talca, el 24 de junio del 2022, me encontraba mirando desde la ventanilla a las palomas del Terminal Sur. De repente, las voces de dos ancianos captaron mi atención: un señor y una señora. No se conocían pero les tocó sentarse juntos. Él era hablador como taxista provinciano. La señora solo empatizaba, con mínimo entusiasmo, ante la biológica necesidad de ser escuchado.

—Yo tengo diabetes, me cortaron este dedo…

En cierto momento la señora intentó sacar el reposapiés. Yo, en un patético esfuerzo por colarme en la historia que se desarrollaba a mi izquierda, me incliné y le dije que debía sacar el cosito del gancho. “Gracias lolo”, me dijo ella. Reanudaron la conversación y yo volví a mi papel de comentarista metafísico.

De repente, un milagro. Encontraron un punto en común que prendió el mechero de una conexión más recíproca: ambos habían perdido a sus hijos mayores.

A la altura de Buin, el caballero relataba cómo su hija salió eyectada de un parabrisas. Tenía 17 años y volvía de una fiesta de graduación junto a una amiga. La señora solo mencionó que un cáncer se llevó a su cabro. 

Nunca observo cosas así cuando viajo desde Talca hasta Santiago. Solo abrazos. Siempre veo familias que se despiden con abrazos antes de partir el viaje. Abrazos largos. Abrazos precavidos, intuyo, por un atisbo de muerte hipotética.

Como talquino, mi deber es burlarme de mi condición de talquino. Pero al mismo tiempo, confieso que me gusta mi ciudad y su terminal de buses.

Antes no. Pero todo cambió cuando esa soledad, que solía ser una añoranza, se volvió un tsunami negro de objetos y rostros perdidos. Empecé a extrañar mi escritorio, mis espejos, mi perra, sus ladridos, las comidas, mi madre, los amigos.

Todo lo que acabo de confesarles, me ha llevado a incurrir en incontables prácticas anti-éticas como antropólogo de buses. La peor de todas: una nostalgia degenerada, maulina y disfrazada.

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