Escrito a las 7:30 a.m, después de un día sin dormir:
Sigo
despierto, en las horas donde todo parece disolverse. Es como si el dulce
sentimiento de somnolencia hubiese abandonado mi cuerpo, y tal vez se mudó al
de un recién nacido, o al de un cachorrito, o alguna especie de molusco de la
Africa subsahariana. El punto es que esto es malo, y estoy consciente del
sufrimiento que me espera, cuando este reloj en mi muñeca marque las 8 de la
mañana.
Las aves cantan al otro lado de mi ventana, burlándose de mí, presumiendo del
cómodo dormir que tuvieron. El cielo está hermoso, con sus acuarelas celestes y
anaranjadas. Pero yo soy un desastre.
Estoy sudando como un puerco. Tal vez lo sea. Y en realidad ESTO es el sueño,
mi último sueño antes de acabar en el matadero. Un sueño metafísico obsequiado
por la voluntad de dios.
Las voces no me dejan dormir. No, no es esquizofrenia, es algo que va mucho más
allá. Son las voces de la ansiedad, repitiendo una sola frase, como ese
horrible cuervo del cuento de Edgar Allan Poe. Me dicen: “Estas perdiendo el
tiempo”.
Y es que mi alma está inquieta con todas estas cosas que no pude hacer durante
el día. “Estoy perdiendo el tiempo”, como ahora mismo, escribiendo esta
porquería, en una pantalla que transporta a mundos inexistentes, en una
habitación inexistente, dentro de una realidad inexistente.
El bostezo no parece tener intención de salir de mis pulmones, eso sin duda
significa que me estoy muriendo. Así que al parecer, ahora esto es mi último testamento.
Quiero que me cremen, y esparzan mis cenizas en el altiplano peruano. Para
así convertirme en el viento, y hacerme amigo del águila.